jueves, 12 de enero de 2017

¿Corrupción al poder?

Hay un problema relacionado con la selección de las élites y el sistema electoral que hace imposible esperar una buena gobernanza en España: la falta de incentivos para rendir cuentas. La corrupción no tiene consecuencias, porque mientras el político corrupto sea leal a la dirección, ésta lo “colocará” en un lugar elegible de la lista cerrada que se presenta a los electores como un “lo tomas o lo dejas”, lo que vuelve crónica la corrupción en España.

La agencia Europa Press ha reunido información sobre 130 causas judiciales de corrupción que suponen la existencia de 1.900 imputados y al menos 170 condenados en noviembre de 2014[1]. Por otro lado, el número de municipios afectados por casos de corrupción municipal entre los años 2000 y 2010 asciende a nada menos que el 8,4% en toda España[2], aunque algunas CC.AA. presentan porcentajes de municipios implicados mucho mayores. Así, en esos años el 58% de los municipios murcianos, el 40% de los canarios, el 36% de los baleares, y más del 20% de los asturianos, madrileños, gallegos y andaluces, se veían implicados en casos de corrupción en esa década.
 
Pese a que no se recogen ni se publican de forma sistemática, estos datos muestran que la corrupción no es ni mucho menos esporádica ni ocasional. Según la Comisión Europea el 69% de las empresas españolas cree que desde las administraciones públicas se favorece a los amigos y la familia. El 97% cree que la corrupción está muy o bastante extendida en el país, el 83% que existe corrupción en la contratación pública en las autoridades nacionales, y el 90% en las autoridades regionales y locales. El 30% cree que los sobornos son frecuentes en España, el 86% que están extendidos entre las autoridades nacionales y el 88% entre las regionales y las locales.
 
En nuestro país se tiende a confundir las responsabilidades políticas con las penales, de modo que no existen las primeras sin las segundas, así como a apelar de forma interesada a la presunción de inocencia para evitar la asunción de responsabilidades políticas, de modo que parece necesaria una regulación del acceso y la permanencia de un cargo representativo cuando se está inmenso en un procedimiento judicial. Nuestros representantes políticos son reacios a asumir responsabilidades políticas cuando son investigados o enjuiciados, y se aprovechan de su puesto para retrasar o eludir las actuaciones judiciales, utilizando los recursos jurídicos públicos para sus problemas privados, ocultando pruebas o incluso represaliando a quienes “se han ido de la lengua”, de modo que parece conveniente que el cargo público sea apartado de sus responsabilidades para facilitar la instrucción judicial, y que ningún político bajo sospecha de corrupción política siga en un cargo público. Por todo ello, cualquier cargo público al que se investigue por corrupción política debería quedar inhabilitado para continuar ejerciendo como tal, y abandonar la vida pública hasta que solucione sus problemas con la justicia.
 
Así pues, dentro de la Ley de Partidos Políticos debería incluirse la inelegibilidad de las personas imputadas por delitos de corrupción política[3], así como la obligada renuncia a sus cargos electos y orgánicos cuando se les impute o investigue por un delito penal de corrupción política. De esta forma se eliminan los imputados (ahora denominados “investigados”) por corrupción política de las listas electorales y los cargos públicos, evitando que puedan permanecer en sus cargos en el caso de ser formalmente acusados. Distingo entre delitos de corrupción política y otro tipo de delitos, así como entre aquellas imputaciones que, de confirmarse, conllevarían pena de prisión de otro tipo de penas, ya que, en mi opinión, no cabe que un sospechoso de este tipo de delitos con pena de prisión ejerza o se presente candidato a ejercer un cargo en el que volverá a tener posibilidades de cometer los delitos de los que se le acusa. Si un representante político está siendo investigado por ese tipo de delitos, lo que procede es que se retire temporalmente de la vida pública y dedique sus esfuerzos a dejar clara su inocencia. Una vez hecho esto podrá volver a la vida política sin sombra de sospecha. Si un político con indicios de corrupción no se centrara en resolver sus problemas con la Justicia antes de presentarse a unas elecciones o ejercer su cargo público, sucederían tres cosas, ninguna de ellas buena: 1ª) sería inevitable que al menos parte de sus esfuerzos se dedicaran a resolver sus problemas personales y no los del ciudadano, 2º) toda su actividad política se cubriría con una manto de sospecha, y 3º) de resultar elegido cargo público o continuar en su puesto, seríamos los ciudadanos los que cargaríamos con los costes de su defensa pues, como resulta habitual, utilizaría los recursos humanos y materiales de las administraciones públicas para su mejor defensa, ya que afirmaría estar siendo sometido a un “juicio político” por su cargo.
 
La presunción de inocencia debe respetarse, pero ante la ley, no ante los ciudadanos. Para los ciudadanos lo mejor es que el político se desvincule de los asuntos públicos y se dedique a sus menesteres privados mientras resuelve sus problemas con la justicia. Naturalmente, para los numerosos políticos que han hecho de la res pública su forma de vida y que no saben hacer otra cosa, esta decisión es considerablemente dura, pero este hecho no supone un quebradero de cabeza para los que creemos que la política no debería ser un trabajo o una forma de vida, sino una ocupación de paso, donde durante unos años se devuelve a la sociedad los conocimientos y experiencias que ésta nos ha aportado en nuestra vida, antes de volver de nuevo a nuestras ocupaciones privadas.
 

[1] Europa Press. Corrupción en España: más de 1.900 imputados y al menos 170 condenados en más de 130 causas. Europa Press, 2014.
[2] JEREZ, Luis M.; Víctor O. MARTÍN, y Ramón PÉREZ. Aproximación a una geografía de la corrupción urbanística en España. Ería, 2012.
[3] Aunque estos delitos no están sistematizados en nuestro Código Penal, en ausencia de la misma, deberían entenderse como tales las penas de prisión por delitos contra la Administración Pública establecidos en el Título XIX del mismo. A saber, abandono de destino y de la omisión del deber de perseguir delitos; infidelidad en la custodia de documentos y violación de secretos; cohecho; tráfico de influencias; malversación; fraudes y exacciones ilegales; negociaciones y actividades prohibidas a los funcionarios públicos y de los abusos en el ejercicio de su función; y corrupción en las transacciones comerciales internacionales.